Por Mónica Pérez
Jóvenes y niños trabajadores de la calle comparten sus historias en un hogar en el cual reciben atención y cariño.
Gilmer Urrutia (17) oculta el rostro mirando al suelo y por momentos mira hacia la ventana. Aún conserva ese brillo inocente en los ojos que ni la violencia ni la pobreza lograron arrebatarle. Cuando cumplió 10 años su padre lo obligó a trabajar en el mercado como ambulante vendiendo fósforos, jabones y detergentes. Pero trabajar se convirtió en un escape frente a los constantes maltratos que recibía desde pequeño.
Las calles se convirtieron en su refugio, él sentía que estando fuera de la casa estaría más seguro. Sus días transcurrían recorriendo toda la ciudad para vender algo y llevar las ganancias a su hogar. El trabajo se hacía cada vez más pesado y la vida más difícil.
“Una vez me sentí muy enfermo y me recosté en una vereda. No recuerdo bien qué pasó pero desperté en una cama. No sabía dónde estaba”. Un hombre de aspecto amable le habló con confianza y le dijo que lo atenderían, que no se preocupara y descansara. Gilmer sintió un gran alivio. Se acomodó entre las frazadas y cerró los ojos. Pensó que al abrirlos volvería a sentir la frialdad del cemento de las veredas y la indiferencia de los que pasaban por allí. Algunas horas después, despertó asustado y miró a su alrededor: estaba en una habitación rodeado de otras camas y de niños que lo miraban con curiosidad. Desde ese momento una nueva vida empezó para él, en un lugar donde encontraría chicos que como él aún tenían sueños y esperanzas.
Hogar, dulce hogar
En cualquier ciudad del Perú y del mundo es común ver a niños y niñas deambulando por las calles vendiendo golosinas, lustrando zapatos, lavando carros o mendigando. Según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), se estima que existen alrededor de 100 mil niños viviendo en las calles en América Latina. El fenómeno de los niños de la calle es fruto del imparable crecimiento urbano, la pobreza y la falta de alternativas.
En Cajamarca no se ha realizado un estudio acucioso sobre el tema, lo que demuestra el poco interés de las autoridades por obtener la información necesaria y darle algún tipo de solución. Sin embargo, existen personas que movidos por un espíritu de servicio realizan acciones para cambiar esta realidad. Así nace “Chibolito” como una casa de acogida en el año 92 por iniciativa de un peruano y un belga apoyados por la congregación “El Buen Pastor.” De esta manera, emprenden el diario recorrido nocturno para acercarse poco a poco a niños y niñas que se enfrentan a los peligros de la noche.
El trabajo consistía en conversar con ellos, llevarles algo de comida y acompañarlos algunas horas. Esta tarea no era nada simple, estos niños son reacios si se trata de vincularse con otras personas; además, muchos de ellos se encontraban drogados y reaccionaban con violencia.
Pasado algún tiempo, con el apoyo de ONGs extranjeras lograron alquilar una casa con los servicios básicos para acoger a los niños en alto riesgo.
Este trabajo continúa hasta el día de hoy a cargo de Juan Carlos Llanos, quien es profesor y director de la casa, además de 3 personas, incluido un sicólogo que visita a los chicos cada cierto tiempo.
Actualmente viven en “Chibolito” solo 10 chicos, todos hombres, y un promedio de 15 entre chicos y chicas, asisten a los talleres diarios.
“Aquí les brindamos un lugar donde dormir, alimentos necesarios y talleres de danzas, música, carpintería, costura y reforzamiento escolar” comenta Juan Carlos, a quien los chicos llaman con mucho respeto “Profesor.”
El ambiente que se vive en este hogar es el de una gran familia. Los chicos colaboran en las tareas diarias como limpiar, cocinar y mantener la casa en orden.
Aprendiendo juntos
En el taller de costura, Ever (16) coloca la tela azul de polar bajo las agujas de la máquina de coser. Está entusiasmado con la idea de terminar su trabajo y estrenar por fin algo hecho por él mismo. “A mi me gustan todos los talleres porque en todos aprendo cosas nuevas”, me comenta concentrado en su labor.
El llegó a “Chibolito” hace 10 años por los problemas comunes de estos chicos: maltratos, abusos y carencias económicas en el hogar. Su primer trabajo fue como vendedor de chicles y luego se dedicó a tocar bombo junto a dos amigos. Desde ese momento descubrió su talento para la música. Es común verlo tocar junto a dos amigos en las plazas, micros y restaurantes de la ciudad. Cuando empezó a trabajar no le contó nada a su mamá, salía de su casa sin decir a dónde ni con quien. “Desde que vivo aquí todo es distinto, mi mamá sabe lo que hago y solo quiere que yo esté bien”. Al decir esto se muestra tranquilo y seguro. Ever es un chico despierto y hablador, que me recibió con un beso en la mejilla cuando llegué esa tarde a la casa y que a diferencia de los demás chicos no me trató de “usted”.
La profesora Ana Camacho ayuda a uno de los chicos a dibujar un molde. El adolescente presta atención y se impacienta cuando ella se acerca a ver como avanzan sus compañeros. “Ayúdeme a terminar esto de una vez”, le ruega, y la profesora se sienta junto a él y con mucha paciencia comparte sus conocimientos.
Ella trabaja en “Chibolito” desde hace 5 años y la relación que mantiene con los chicos es de confianza y estima. “Siempre tuve vocación de servicio y cuando se presentó la oportunidad de trabajar aquí acepté de inmediato”. Los chicos tienen un cariño especial por su profesora y amiga, a lo que ella retribuye no sólo con su trabajo sino también con sus consejos y apoyo incondicional para cada uno de ellos.
En el primer piso de la casa está el taller de carpintería. Es un salón amplio con los instrumentos necesarios para trabajar en madera: sillas, juguetes, colgadores y todo lo que ellos puedan crear. La mayor parte de los trabajos son colocados en tiendas de artesanías, ferias y en ocasiones se venden en la misma casa.
Actualmente están trabajando en la fabricación de una puerta para la entrada de la casa. Así, poco a poco irán implementando y mejorando el lugar donde viven. Lamentablemente ninguna institución les brinda una ayuda permanente. Al respecto Juan Carlos Llanos opina: “Las autoridades no se preocupan por estos chicos. Cuando los ven en la calle los llevan a la carceleta por unas horas y luego los sueltan. No existe un compromiso serio para apoyarlos.”
Este problema no es propio de Cajamarca. Es como una epidemia que se extiende por todo el mundo y los gobiernos no toman las medidas necesarias para contrarrestar las consecuencias que trae consigo.
La UNICEF se ha pronunciado al respecto y refiere: “Cada niño durmiendo en una plaza o con su bolsa de pegamento es el síntoma de que algo anda mal en la base; taparse los ojos ante esto no soluciona nada. Los niños, el eslabón más débil de la cadena, son la esperanza de un futuro distinto; también los de la calle. Estigmatizarlos no servirá para contribuir a algo nuevo”. Y es que no sólo depende de las autoridades sino de nosotros mismos ser parte de la solución del problema. Es cotidiano chocarnos con estos chicos que nos piden una “ayudita para seguir estudiando” y simplemente volteamos la mirada para olvidar que existen. Como dice Gilmer, el mayor de los chicos, “deben ponerse en nuestro lugar, nosotros queremos ser alguien en la vida. Tenemos aspiraciones como las tienen los hijos de cualquier familia. Si yo he cambiado otros chicos como yo pueden hacerlo también.” Al decir esto sus palabras cobran un tono distinto como si profetizaran un cambio que está en nuestras manos hacer realidad.
Y es que la situación actual de Gilmer es la prueba viva de que la fuerza de voluntad y el apoyo de gente desinteresada son el complemento necesario para darles una oportunidad a estos chicos. Él se propuso estudiar y salir adelante y hasta consiguió un trabajo como mesero en una pizzería. “Todos los días voy a trabajar y también apoyo aquí en la casa. Cuando tenga un trabajo estable quisiera poder retribuir con algo el apoyo que he recibido.” Tiempo atrás lo poco que ganaba de la venta ambulatoria lo gastaba en Internet o en el Pin Ball, ahora todo es muy distinto porque prefiere invertir en comprar ropa o ir de paseo con sus amigos. La relación con su padre también ha mejorado y lo visita de vez en cuando. Pero está seguro que no volvería a su casa, él quiere independizarse y alejarse de los malos recuerdos que felizmente el tiempo está disipando mientras que en su lugar ofrece un futuro promisorio.
Recorriendo la casa llego a la cocina y encuentro a Kevin (14) quien está pintando un pequeño cuadro en el cual está escrito su nombre y la imagen de un conejo. Cuando me acercó a mirar lo que hace, solo me saluda y sigue pintando. Saco la cámara fotográfica y sin pedirle permiso le tomo algunas fotos. Deja el pincel sobre la mesa, se arregla el cabello y me dice: “Tómame una foto con mi trabajo y me la mandas a mi correo”. Sonrío y le respondo que la enviaré tan pronto como pueda. Entonces se sienta, toma el cuadro y mira a la cámara orgulloso mostrando su “obra maestra”.
En el patio se escucha bulla y suenan las pegajosas notas de un reguetón. Algunos chicos están pintando y pegando palitos de madera y otros esperan con entusiasmo el taller de danzas. Me despido de ellos y salgo rápidamente de la casa. El cielo gris es signo de que una fuerte lluvia se acerca.
Mientras camino pienso en ellos y en las historias que viven cada uno. Gilmer sueña con estudiar una carrera técnica en el SENATI. Ever quiere ser doctor porque le parece “bacán salvar vidas”. Y así cada uno de ellos espera tener una oportunidad en la vida.
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